Imagen y artículo extraidos de https://bernawang.wordpress.com/2017/10/13/dinero-correcto-ken-wilber/

Se suele decir que: “El Dharma es libre y gratuito”. “Nadie debería cobrar por enseñar o transmitir el Dharma. El Dharma que toca el dinero no es Dharma en absoluto. Vender el Dharma… eso es la fuente de todos los males”. “El Dharma que se ofrece libremente y sin cargo a todos los que lo buscan: eso es pureza, nobleza, un talante honorable.”

Y así es el extraño antagonismo entre el Dharma y los dólares. Al abordar esta cuestión del dinero y el Dharma —o del dinero y la espiritualidad en general— hay por lo menos dos asuntos muy diferentes que habría que desenredar y tratar por separado. El primero es el valor monetario apropiado de cualquier intercambio relacional (desde la atención médica hasta la educación, pasando por bienes y servicios en general); y el segundo es: ¿debería estar ligado el intercambio monetario a la enseñanza del Dharma?

Tomemos la última cuestión, la cuestión difícil, primero. Los primeros grandes sistemas del Dharma, en Oriente y Occidente, aparecieron todos, sin excepción, en la que se conoce como «Era Axial» (Karl Jaspers), ese periodo extraordinario que comenzó hacia el siglo VI a. C. (varios siglos más o menos), en el que nacieron Gautama Buda, Lao Tzu, Confucio, Moisés, Platón, Patanjali un periodo que enseguida daría paso, en los siglos siguientes, a Ashvaghosa, Nagarjuna, Plotino, Jesús, Filón, Valentín… Prácticamente todos los postulados principales de la filosofía perenne se formularon por primera vez durante esta asombrosa era (en el budismo, el hinduísmo, el taoísmo, el judaísmo, el cristianismo…).

Y en todos y cada uno de estos casos, sin excepción, la civilización en la que estos maestros surgieron era una cultura agraria.

Las culturas (y las estructuras sociales) pueden dividirse y clasificarse de muchas maneras. Una de ellas es según la cosmovisión predominante de la cultura (arcaica, mágica, mítica, mental, existencial), es decir, según el grado de conciencia que alcanzó el individuo promedio o típico de esas sociedades (que de este modo conforma la «visión oficial» de la realidad de esa sociedad, es decir, su cosmovisión).

Otra es según la correspondiente base tecnoeconómica de la sociedad (recolectora, hortícola, agraria, industrial, informática), que se refiere a los medios de producción básicos que emplea la sociedad para alimentarse y vestirse, y gestionar sus necesidades básicas (las cinco cosmovisiones principales se correlacionan con las cinco bases tecnoeconómicas principales: aparecieron a la vez y fueron mutuamente determinantes).

Recolectora significa caza-recolección (la mayoría de estas sociedades son anteriores a la invención de la rueda; la esperanza media de vida era de alrededor de 22,5 años; el tamaño máximo medio de la tribu, de 40 personas; la idea de paraíso de los ecologistas profundos: todos los hombres de verdad podían cazar, todas las mujeres de verdad recogían bayas). Esta fue la forma principal de las sociedades humanas durante tal vez un millón de años…

Hortícola significa simple siembra (algo que se hacía normalmente con una azada o un palo excavador) y se introdujo alrededor del 10000 a. C. En las sociedades hortícolas las mujeres producían la mayor parte de los alimentos (incluso las mujeres embarazadas podían usar un palo excavador, y la vivienda estaba al lado del trabajo, por lo que la maternidad no impedía trabajar a las mujeres, que producían alrededor del 80% de los alimentos de estas sociedades; los hombres, naturalmente, continuaban deambulando, creando vínculos entre ellos y cazando, siguiendo los impulsos principales de la testosterona: follar o matar). Dada la importancia de las mujeres en la producción de subsistencia, las deidades de alrededor de un tercio de estas sociedades eran todas femeninas (el «matriarcado», la «gran madre»); las de aproximadamente otro tercio eran deidades mixtas masculinas y femeninas. La esperanza media de vida era de unos 25 años. El ritual religioso principal: el sacrificio humano (mientras a los ecomasculinistas les encantan las sociedades recolectoras, a las ecofeministas les encantan las sociedades hortícolas: su idea del paraíso; esos palos excavadores molan).

Agrícola significa agricultura avanzada con el uso de diversas formas de arado de tracción animal. Una mujer embarazada puede manejar fácilmente un palo excavador, pero no un arado, y las que lo intentan sufren un índice significativamente mayor de abortos espontáneos (la ventaja darwiniana es no arar). Y así, con la introducción del arado, empezó un cambio gigantesco, absolutamente gigantesco, en la cultura.

En primer lugar, ahora prácticamente todos los alimentos los producían solo los hombres (los hombres no querían esto y no «arrebataron» ni «oprimieron» a la mano de obra femenina para ello: hombres y mujeres decidieron que la pesada labor de arar era trabajo masculino; para los hombres, es evidente que no era un día de playa, y desde luego no era ni mucho menos igual de divertido que, caramba, la caza mayor, a la que tuvieron que renunciar en gran medida).

Pero cuando los hombres empezaron a ser prácticamente los únicos productores de alimentos, no es de extrañar que las figuras de las deidades de estas culturas pasaran de estar orientadas a lo femenino a estar orientadas casi en exclusiva a lo masculino. Un sorprendente 97% de las sociedades agrarias, dondequiera que aparezcan, tienen solo deidades masculinas (el «patriarcado»). Los hombres empezaron a dominar la esfera pública (el gobierno, la educación, la religión, la política) y las mujeres dominaban la esfera privada (la familia, el hogar, la casa; esta división se suele denominar «producción masculina y reproducción femenina»). Las sociedades agrarias empezaron a aparecer en torno al 4000-2000 a. C., tanto en Oriente como en Occidente, y fue el modo de producción dominante hasta la revolución industrial.

En segundo lugar, la agricultura avanzada creó un enorme excedente de alimentos, y esto liberó a un gran número de individuos (varones) para acometer tareas ajenas a la recolección y la creación de alimentos (la tecnología agrícola emancipó a algunos hombres de la producción, aunque las mujeres continuaran atadas a la reproducción). Esto permitió, por primera vez en la historia, la aparición de una serie de clases muy especializadas: hombres que podían dedicar su tiempo, no a tareas de subsistencia, sino a quehaceres culturales: se inventaron las matemáticas, se inventó la escritura y… se inventaron las guerras especializadas. La producción de un excedente liberó a los hombres (merced a la parte de «matar» de la testosterona) permitiéndoles empezar a construir los primeros grandes imperios militares, y en todo el mundo, a partir de alrededor del 3000 a. C., llegaron los Alejandros y los Césares, los Sargones y los Khanes: imperios gigantescos que, paradójicamente, empezaron a unificar dentro de órdenes sociales vinculantes tribus dispares que luchaban entre sí. Estos imperios míticos-imperiales darían paso, con la aparición de la racionalidad y la industrialización, al Estado-nación moderno.

En tercer lugar, se emanciparía a una clase de individuos para reflexionar sobre su propia existencia. Y así, con estas grandes culturas agrarias, llegaron las primeras actividades contemplativas sostenidas, actividades que ya no ubicaban el Espíritu meramente «allí afuera» en la biosfera (mágica, recolectora, cazadora-recolectora) ni meramente «allí arriba», en los míticos Cielos (mitología, hortícola a agraria temprana), sino que lo ubicaban «aquí dentro», a través de la puerta de la subjetividad profunda, la puerta de la conciencia interior, la puerta de la contemplación.

Y así surgieron los grandes sabios axiales, cuyo mensaje fue prácticamente idéntico en todas partes: «El Reino de los Cielos está en el interior». Esto era total y radicalmente, radicalmente nuevo…

Además, esta nueva y revolucionaria espiritualidad adoptó una forma particular, cuya mejor descripción es «puramente ascendente». Es decir, todo el mundo manifestado se consideraba básicamente malo. El mundo manifestado es el mundo del samsara, del sufrimiento, de la ilusión, de la tentación, del mal, del dolor. Y la meta principal de la realización espiritual es, así pues, hallar que el Reino de los Cielos «no es de este mundo». La realización espiritual implica, por tanto, la extinción de la manifestación (samsara) en lo no manifestado, no nacido, no creado (nirvana)… y todo lo que en el mundo manifestado es tentador es, por tanto, «pecado» (se conciba como se conciba).

Y esto significaba, sin excepción, que los grandes pecados eran el oro (el dinero) y el sexo (las mujeres). La comida acababa a menudo incluida en esta nefasta trinidad: la idea era que si alguien estaba realmente obsesionado con la comida o hambriento de ella, estaba hambriento de samsara y de su sufrimiento.

Dinero, comida, sexo. Las grandes prohibiciones en las tradiciones de sabiduría orientadas al varón, agrarias, puramente ascendentes. No es casualidad que la segunda verdad noble del Buda —la causa del sufrimiento es el deseo— significara concretamente deseo sexual; y eso significaba, desde luego, mujeres. «Eva» (se llame como se llame) era en todas partes la gran tentadora, incluso el gran origen del mal.

El dinero no era menos problemático. Cristo expulsando a los cambistas del Templo fue probablemente una buena idea en sí, pero más allá de eso, era representativo de todo el tono ascendente de los primeros grandes sistemas del Dharma: la manifestación es sucia, la manifestación es mala y el varón ascendente simplemente no debería traficar con dinero, comida, sexo. Todo eso, ejem, le roba sus jugos vitales y su poder: el poder de salir de la rueda, del juego, y de reposar en extinción en lo no manifestado, no creado, no nacido.

Las sociedades agrarias respaldaban universalmente al varón ascendente, y todos los monjes errantes, los yoguis, los sanyasins, los mendicantes, vivían únicamente de las limosnas y los donativos de los fieles. El Dharma era puro, el Dharma era limpio, el Dharma no tocaba el samsara, no tocaba el dinero, la comida, el sexo (o las mujeres) (o por lo menos no disfrutaba de ello).

Y por encima de todo, el Dharma no cobraría dinero por su difusión. Esto sería, en efecto, traficar con el Diablo, con Mara, con la manifestación.

Y así, sin excepción, estas tradiciones tempranas del Dharma, en Oriente y Occidente, estaban (y siguen estando) marcadas por el desprecio al dinero, la comida, el sexo y las mujeres; y la ética de estos sistemas agrarios y ascendentes estaba concebida, de un modo u otro, para evitar estos males (todos los cuales, podríamos generosamente suponer, eran bastante inevitables en las circunstancias de la organización social agraria) y renunciar totalmente a ellos.

Y todo esto cambiaría drásticamente con dos acontecimientos extraordinarios. El primero fue la aparición de los sistemas no duales (tanto en Oriente como en Occidente) y el segundo, la industrialización (en Occidente, aunque tuvo implicaciones de gran alcance a escala mundial).

La revolución no dual, introducida en Occidente por el brillante Plotino y en Oriente por el excepcional Nagarjuna, tenía un solo postulado básico: el mundo manifestado del samsara no es un obstáculo para el Espíritu, sino, por el contrario, la expresión perfecta del Espíritu: el samsara y el nirvana no son dos. El Vacío es forma, la forma es Vacío.

La revolución que trajeron Plotino y Nagarjuna adopta la misma forma: Plotino arremete contra los gnósticos meramente ascendentes (que enseñaban que el campo de lo manifestado era la encarnación del mal) con una crítica demoledora que decía, de hecho, que puesto que este mundo manifestado es en realidad la creación y expresión del Espíritu, ¿cómo puedes despreciar este mundo y decir que amas el Espíritu? Si amas al progenitor, ¿cómo puedes odiar a los hijos? Plotino acusa efectivamente a los gnósticos y a los meramente ascendentes de un brutal maltrato infantil espiritual. La realización espiritual plena se halla, por el contrario, en la aceptación no dual perfecta de este mundo, no en huir de este mundo en pos de lo no manifestado.

Que es precisamente el demoledor ataque que lanza Nagarjuna contra los budistas teravadas. Su «nirvana», señala, es dualista hasta la médula —el nirvana frente al samsara, el Uno frente a los muchos, el infinito frente a lo finito, lo no manifestado frente a lo manifestado— y esto no lleva a la liberación, sino a una esclavitud sutil. La revolución del Madhyamika de Nagarjuna daría paso directamente a todas las formas del budismo mahayana, al budismo vajrayana, a diversas formas de tantra y—a través de su influencia en Gaudapa y Shankara— al hinduísmo vedanta: todo esto, a partir del minucioso no dualismo de Nagarjuna.

La esencia de la tradición no dualista (tanto en Plotino como en Nagarjuna) es que los caminos ascendentes son correctos, pero sumamente parciales. Además de un ascenso puro al Vacío y al Uno, está el descenso perfecto del Uno a los muchos. No solo trascendencia pura, sino también inmanencia perfecta. Todo el mundo manifestado es una expresión perfecta del resplandor del terreno vacío. Y el ascenso al Uno no manifestado, no nacido, no creado ha de ir unido a, y estar integrado con, el descenso del Uno a los muchos.

Así, el camino de ascenso es el camino de la sabiduría (que ve que toda forma es Vacío) y el camino de descenso es el camino de la compasión (que ve que el Vacío se manifiesta como todas las formas, que, por tanto, deben ser tratadas con amor y compasión). El Eros ascendente de Dios ha de unirse al Ágape descendente de la Diosa: la unión de sabiduría y compasión, el Uno y los muchos, lo ascendente y lo descendente: esta unión era la esencia de las tradiciones no duales (cuya representación más gráfica está en el tantra, con lo masculino y lo femenino, eros y ágape, sabiduría ascendente y compasión descendente, en unión sexual: bueno, ¡eso sí que era algo totalmente nuevo!).

En consecuencia, esta orientación no dualista implicó una reevaluación profunda de la naturaleza «pecaminosa» del samsara y, en especial, de la naturaleza «pecaminosa» del dinero, la comida, el sexo (y las mujeres). Lo que los caminos ascendentes consideraban distracciones principales del Espíritu, ahora se consideraban manifestaciones principales y gloriosas del Espíritu. «Esta tierra y todo lo que hay en ella —dice Plotino— deviene en un ser bendito.»

El nirvana y el samsara no son dos; y por tanto, nunca se podría encontrar el nirvana huyendo del samsara: sería como buscar la parte delantera huyendo de la espalda.

Así pues, las tradiciones no duales empezaron a aconsejar, no la renuncia y la purificación (meramente ascendente), sino la transformación y la transmutación: los cinco venenos son uno con las cinco sabidurías (por ejemplo, se entra en el enfado con el Vacío para descubrir la sabiduría de la claridad que está en su base). Los defectos, tal como son, son expresiones de consciencia primordial, y por tanto no se renuncia a ellos, sino que se autoliberan, tal como son, en su propia pureza primordial. El samsara ya no es el primer obstáculo para el Espíritu, sino el despliegue perfecto de su actividad creativa y compasiva, y ha de ser tratado como tal.

Este camino no dual, naturalmente, está expuesto a sus propios escollos (que son legión), pero la reorientación básica es evidente: ya no se trata, por ejemplo, de abstinencia sexual, sino de una sexualidad apropiada como expresión espiritual. Y la mujer deja de ser el mal para ser una manifestación coigual de lo Divino. Y ya no hay una postura en contra de la comida o, en general, deja de haber una cruzada religiosa contra la comida: hasta la carne y el alcohol, y otras sustancias «intocables», eran totalmente adecuadas si se entraba con consciencia vacía (y se usaban ritualmente justo de ese modo, como indicación de que todos los aspectos del samsara eran una expresión de lo Divino y, por tanto, no había que despreciarlos). Y, como veremos, esto implicó en última instancia no una actitud contra el dinero, sino sobre el dinero apropiado (del mismo modo que la actitud contra la comida dio paso a la comida apropiada y la actitud contra el sexo dio paso al sexo apropiado). La repugnancia hacia el dinero era, principal y profundamente, una repugnancia hacia la manifestación, un odio al samsara y el deseo de no «ensuciarse» con el ámbito burdo; la orientación no dual encontraba todo eso completa y profundamente confuso.

Ahora bien, a pesar de que las tradiciones no duales trajeron una revolución en la relación con el samsara (con el sexo, la comida, el dinero, el cuerpo, la tierra y las mujeres), estas tradiciones aún partían de una base agraria y seguían, en muchos aspectos, imbuidas de la ética y la moral de lo que todavía equivalía, de muchas formas, a un club de caballeros. La revolución decisiva para la mujer se produciría, no en Oriente, sino en Occidente, y dependería, no de cierto idealismo, sino de la máquina de vapor.

La industrialización, con todos sus horrores y sus desagradables efectos secundarios, fue antes que nada un medio tecnológico para garantizar la subsistencia no con el trabajo del músculo humano sobre la naturaleza, sino con el trabajo de la energía de las máquinas sobre la naturaleza. Todas las sociedades agrarias, que necesitaban el trabajo físico humano para la subsistencia (cultivando la tierra), conferían gran importancia, de forma inevitable e ineludible, a la fuerza física y la movilidad masculinas. Ninguna sociedad agraria conocida tiene nada que se parezca ni remotamente a los derechos de la mujer.

(Este es un aspecto tangencial, pero importante y relacionado: no quiero que reste valor al discurso principal, pero permítannos al menos señalar que, precisamente por la misma razón, el 80% de las sociedades agrarias, dondequiera que aparecieran, dependían de la mano de obra esclava masculina; se daba por sentado que la esclavitud era la forma normal, natural y ética de obtener mano de obra para la propia supervivencia: las primeras «democracias» griegas ni siquiera la cuestionaban, a pesar de que, de hecho, una de cada tres personas eran esclavas; incluso la Constitución de Estados Unidos, redactada en los albores de la industrialización y todavía un documento en gran medida agrario, parte sin más del supuesto de que la esclavitud es tan natural que ni siquiera hace falta mencionarla o hablar de ella: no tiene que explicar que «nosotros el pueblo» no incluye ni a los esclavos ni a las mujeres.)

Pero al cabo de un siglo de industrialización —que suprimió el énfasis en la fuerza física (y la esclavitud) masculina y la sustituyó con máquinas de género neutro—, surgieron por primera vez en la historia (en cualquier tipo de gran escala) el movimiento de liberación de la mujer (y los movimientos antiesclavitud): estos movimientos de liberación estaban unidos por el hecho de que la fuerza física masculina ya no era el principal determinante del poder cultural.

Así, la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, escrito en 1792, es el primer tratado feminista importante de la historia. No es que de pronto las mujeres se volvieran inteligentes y fuertes y decididas después de un millón de años de opresión, engaño y borreguismo: es que las estructuras sociales habían evolucionado por primera vez en la historia hasta un punto en el que la fuerza física dejó de determinar de forma arrolladora el poder en la cultura. En unos siglos —un parpadeo en tiempo evolutivo— las mujeres habían conseguido el derecho legal de tener propiedades, de votar y de «ser sus propias personas», es decir, de ser dueñas de sí mismas.

(Y, del mismo modo, el obispo William Wilberforce, en una campaña fraguada con su amigo de toda la vida William Pitt, encabezó un movimiento que logró que, en 1807, se aboliera el comercio de esclavos en el imperio británico. En Estados Unidos, una guerra librada en parte por razones antiesclavitud pulverizaría en sus batallas a más hombres que los que se perdieron en toda la guerra de Vietnam: 48.000 muertos en solo tres días en Gettysburg; el entonces presidente recordaría al mundo, en un noble discurso pronunciado en ese lugar y en solo 253 palabras, que esta batalla se había librado porque la nación estaba «consagrada al principio de que todos los hombres son creados iguales», un principio menospreciado por la naturaleza y por todas las sociedades integradas en ella: un principio menospreciado por todas las sociedades agrarias. Pronto «todos los hombres» se ampliaría a «todos los seres humanos» —hombres, mujeres, esclavos— y aparecerían por primera vez en la historia las democracias auténticas.)

Aquí, entonces, hubo una revolución (y una serie de movimientos de liberación) en la que no participó Oriente, aún agrario; y, desde luego, no participó en el movimiento de liberación de la mujer ni en la emancipación política femenina propiamente dicha. Y, por tanto, pese a todo el énfasis no dual y tántrico en lo «femenino» y la «diosa», las mujeres de esas sociedades siguieron relegadas al ámbito reproductivo, privado (no soy el único que se asombra ante sociedades que elogian a la diosa tántrica y lo femenino —como la India, el Tíbet— y aun así no tienen todavía prácticamente ninguna mujer en cargos de poder o influencia pública. La clave es que esto no puede ocurrir sobre una base agraria: adorar lo «femenino» sigue siendo poco más que meras palabras porque la base no puede sostener una visión por lo demás hermosa.)

Por tanto, unir Oriente y Occidente en este punto de la historia significa, más que ninguna otra cosa, unir el extraordinario avance que representa la orientación no dual —que valora por igual lo ascendente y lo descendente, la sabiduría y la compasión, el Vacío y la forma, Eros y Ágape, lo masculino y lo femenino, el cielo y la tierra—, significa unir esta orientación con una base tecnoeconómica (industrial benigna y especialmente posindustrial), que es la única base que puede permitir la manifestación de esta orientación no dual.

En pocas palabras, significa unir la orientación no dual con la base posindustrial. Es decir, la orientación no dual con una base no sexista. Esta sería, en el mejor de los sentidos, una perspectiva tántrica no dual no solo en cuanto a la visión y la teoría, sino también en cuanto a los hechos, a la manifestación.

Y todo esto significa una amistad profunda con el dinero, la comida, el sexo y las mujeres, ninguno de los cuales está significativamente presente en los caminos meramente ascendentes. (Al mismo tiempo, no queremos ir al otro extremo; demasiados movimientos de espiritualidad de la mujer terminan siendo un camino meramente descendente, subrayando nada más que el cuerpo y la biosfera y Ágape y la compasión —sin ninguna indicación sobre el auténtico Eros y la trascendencia y el Vacío— y, así, terminan exteriorizando y exhibiendo una y otra vez una serie personalista y egoica de sensaciones sin fin, preferiblemente las noches de luna llena, como si eso fuera la liberación.)

Una amistad profunda con el samsara, como expresión perfecta de un Espíritu omnipresente: esta es la revolución no dual; y situarla en una base tecnoeconómica que la permita manifestarse: este es el gran proyecto de la posmodernidad. Esta unión no ocurrió (y no pudo ocurrir) antes de la industrialización; y ahora que nos establecemos cuidadosamente en lo posindustrial, corrigiendo todos los excesos y efectos secundarios perjudiciales de la sobreindustrialización que podemos, tenemos la oportunidad, por primera vez en la historia, de empezar una orientación auténticamente no dual para el mundo (no solo en teoría, sino en efecto).

Y el truco, naturalmente, consiste entonces, no en una abstinencia forzosa y un juicio condescendiente sobre el dinero, la comida y el sexo, sino en el uso apropiado y funcional de estas relaciones como expresión apropiada y funcional del Vacío, como una manifestación apropiada de lo Divino mismo.

En esta difícil ecuación podemos errar en cualquiera de los dos extremos. Uno, naturalmente, es el error ascendente típico: todos los aspectos del samsara son malos y hay que desinfectarlos con repugnancia (¡no toques!: dinero, comida, sexo, tierra, cuerpo, mujeres). Pero el otro extremo (el meramente descendente) es igualmente seductor: una especie de exceso de tolerancia hacia deseos e impulsos personales bajo el disfraz de que «todo es Espíritu»: una especie de Dharma hippie, zen beat, autocomplacencia sucedánea que confunde el jolgorio egoico con la trascendencia egoica.

Dejaré a los individuos el modo en que individuos (y maestros) decidan manejar esa delicada ecuación (integrar lo ascendente y lo descendente en el corazón no dual), (en realidad, ese es otro tema totalmente distinto). Lo que quiero decir aquí es que seguimos viendo una extraordinaria ambivalencia, y culpa, y repugnancia ante la idea de que el Dharma y el dinero deban encontrarse.

Y esto es profundamente confuso. De acuerdo: si alguien no puede permitirse asistir a una clase de Dharma, queremos hacer todo lo posible para que pueda hacerlo. Pero eso es algo totalmente distinto, y en el fondo no es nada diferente de cualquier otro bien o servicio: creo que la mayoría de la gente considera que deberíamos poner al alcance de las personas unos servicios médicos básicos con independencia de su capacidad para pagar. Del mismo modo, deberíamos poner el Dharma al alcance de las personas con independencia de su capacidad para pagar.

Pero eso no es lo que molesta a tanta gente (y a tantos maestros de Dharma), que más bien tienden a considerar que incluso si la gente puede pagar, no debería tener que hacerlo. Que el Dharma está «por encima de todo eso», que el Dharma no debería mancillarse con dinero sucio. En otras palabras, que el Dharma debería presentarse algo como completamente asqueado del ámbito burdo, para que su «pureza» esté más allá de todo eso.

Pero eso es un disparate puramente agrario, ascendente, anti-este-mundo. En su reivindicación de la pureza se oculta la repugnancia hacia la manifestación. En su reivindicación de la libertad se oculta su sometimiento a otro mundo que no toca las realidades básicas de la existencia en este mundo. En su reivindicación de la claridad moral se oculta el juicio moral de que el samsara está corrompido hasta la médula.

El vil metal. No toquen el ámbito burdo. Con la mirada vuelta siempre hacia arriba, trascendamos solamente: no entremos, con cuidado y compasión, en los intercambios relacionales que definen este mundo: relaciones de comida y de sexo y de dinero.

Y señalemos, para nuestros ideales, a los sabios agrarios que se negaron al intercambio monetario (y, de hecho, lo condenaron). Estamos usando unas normas éticas apropiadas para la estructura agraria en un mundo posmoderno en el que ni siquiera son remotamente aplicables. Toda la estructura agraria apoyaba a yoguis y mendicantes con limosnas y donativos, que no tenían que preocuparse por el dinero, por un lugar donde vivir, por cómo pagar los impuestos; y es muy fácil condenar algo que de todas formas te están dando gratis.

Lo único que consigue esto, en el mundo posmoderno, es crear e imponer una hipocresía despiadada. Puesto que los individuos y los maestros deben recaudar dinero para sobrevivir, pero puesto que el dinero es malo, entonces, con la conciencia llena de culpa, recaudemos dinero, pero llamémoslo de otra forma (donativos «libres»). Sigamos señalando que Ramana no aceptaba dinero (le mantenían los devotos, por supuesto); que el Dalai Lama no acepta dinero (solo tiene a todo un pequeño país manteniéndolo). Y no quiera dios que algún maestro sea hallado conduciendo un BMW: el diablo, sin duda, lo obligó a hacerlo.

Y peor aún: el mensaje que sale del Dharma no es cómo ser responsable del dinero apropiado, sino cómo evitar esa responsabilidad. El Dharma puro no toca los billetes: por tanto, los practicantes puros no deberían preocuparse por el dinero. Lo que significa que un buen practicante debería estar minuciosa, total y ferozmente desconectado de la realidad.

A nadie le gusta ver la espiritualidad maltratada por una codicia y una avaricia monetarias exorbitantes, a los Jimmy Swaggart y Oral Roberts[1] (o Rajneesh,[2] etc.) sacándoles los dólares a los incautos. Pero lo contrario de la codicia de dinero no es nada de dinero, sino dinero apropiado. Hay que corregir y completar la lista ascendente: comida correcta, sexo correcto, dinero correcto.

Mi propia opinión, de hecho, es personalmente aún más enérgica. Creo que este Dharma hippie (vil metal) en realidad rebaja el Dharma. Transmite el mensaje de que el Dharma no tiene ni idea de cómo tener éxito en el mundo real. Transmite el antiguo disparate ascendente de que el Dharma es igual a puritano, muerto del cuello para abajo. Transmite el mensaje de que el Dharma no puede tocar el dinero sin mancillarse. Y eso es lo más rebajado de lo rebajado.

Como ya he dicho, creo que debería hacerse todo el esfuerzo pragmático posible para poner el Dharma al alcance de cualquier persona, con independencia de su capacidad para pagar (volveré a esto en un momento). Pero eso es totalmente diferente de la postura que dice que nunca se debe compensar al Dharma por sus esfuerzos.

En otras palabras, son dos cuestiones totalmente distintas: poner el Dharma al alcance de quienes no pueden pagarlo y la idea de que el Dharma no se debe pagar en absoluto. La primera es encomiable, noble y honorable; la segunda es patética, retrasada, regresiva y obscena. Y un Dharma asqueado con el ámbito burdo: eso no es un Dharma libre y gratuito, es un Dharma rebajado, paralizado por su incapacidad para abrazar el ámbito burdo con cuidado e interés e inteligencia.

El dinero es el poder del intercambio relacional en el ámbito burdo. Es el modo totalmente apropiado de permitir que se muevan bienes y servicios en el ámbito burdo. Y un Dharma que incluya (y no desprecie) el ámbito burdo es un Dharma que funciona con dinero apropiado y, por tanto, un Dharma que se establece en el mundo moderno y posmoderno sin este descabellado elogio de la postura agraria, sexista, ascendente, puritana, antitierra, anticuerpo, antimujer; y, créanme, es un solo paquete.

Entonces la cuestión difícil pasa a ser no si el Dharma y el dinero deberían encontrarse (desde luego que deberían), sino más bien cómo ponemos el Dharma al alcance de quienes no pueden permitírselo.

Y aquí se vuelve a la pregunta, mucho más prosaica y ordinaria, de cómo hacemos esto en cualquier dominio y con cualquier bien o servicio. El Dharma no tiene absolutamente nada especial en este sentido. ¿Cómo logramos un intercambio equitativo en cualquier caso?

Por ejemplo, yo ganaba dinero en la universidad dando clases particulares. No podía decidir un precio fijo porque algunos estudiantes eran increíblemente ricos y algunos bastante pobres. Así que les cobraba por hora lo que ellos ganaban en una hora (o un valor equivalente; al hijo de un médico le cobraba lo que ganaba el médico en una hora). Esto quería decir que tenía algunos alumnos que pagaban 3,75 dólares la hora (el salario mínimo de la época) y unos pocos que pagaban alrededor de cien dólares la hora (lo cual, curiosamente, no parecía importarles).

En ningún momento se me ocurrió hacerlo totalmente gratis como cuestión de principio (porque es un principio estúpido; y completamente diferente de hacerlo gratis, o casi gratis, por la pragmática razón de que no podían pagarlo).

Este tipo de escala móvil, naturalmente, se usa a menudo en los bufetes de abogados, en centros médicos, en psicoterapia y en servicios sociales, y personalmente me encanta. Por desgracia, es bastante difícil aplicarlo a seminarios y retiros y actos similares del Dharma debido a la complejidad de la contabilidad, pero puede haber diversas áreas de la enseñanza del Dharma en las que podría aplicarse de forma creativa.

Del mismo modo, hay diversos tipos de actividades que se pueden organizar y que tienen un diferencial monetario. Por ejemplo, algunos maestros pueden dar conferencias gratuitas, abiertas a cualquier persona, y luego los estudiantes interesados pueden inscribirse en sesiones individuales especiales o retiros de grupo, con un precio monetario (esto también se puede organizar con una escala móvil o no, dependiendo de las circunstancias; y siempre se pueden ofrecer becas para practicantes sinceros y desfavorecidos, no porque el Dharma no deba tocar el dinero, sino porque está dispuesto a hacer concesiones a los menos afortunados).

Pero el Dharma supuestamente «gratuito» (como cuestión de «pureza»), lo que es lo mismo que decir Dharma rebajado, transmite el mensaje inequívoco de que el Dharma no vale nada y de que tú también puedes perder tu valor si practicas lo suficiente. Transmite el mensaje de que el Dharma no asume ninguna responsabilidad madura del intercambio relacional burdo y de que tú también puedes volverte totalmente irresponsable si te aplicas con diligencia. Transmite el mensaje inequívoco de que «liberación» e «incompetencia flagrante» son idénticos.

Y lo peor de todo, crea una atmósfera generalizada de hipocresía: puesto que en realidad el intercambio relacional burdo es inevitable en cualquier caso, hay que recaudar dinero de otras fuentes y llamarlo con otros nombres: haciendo constantemente la pelota a patrocinadores acaudalados, arrastrándose para obtener limosnas por un Dharma «puro» que no se mancillará con el vil metal; degradando a los maestros y las enseñanzas por una «pureza» que esconde su rostro avergonzado ante las necesidades del mundo real, da la espalda humillada a los rigores de la claridad económica y llama todo este disimulo «gratuito» y «puro».

Hay maestros de Dharma dotados con más de veinte años de experiencia y sabiduría —y que enseñando ahorrarán a sus alumnos una enorme cantidad de tiempo y dinero (y sufrimiento)— que aun así rechinan los dientes, se autoflagelan y hacen muecas cuando piden cinco dólares para cubrir gastos.

Esto no es trascendencia, sino un puritanismo lamentable y corroído de culpa. El Vacío no te va a librar ni a ti ni a mí ni a nadie de la necesidad de un intercambio relacional apropiado en el mundo manifestado. Tener menos apego al dinero no significa ingenuamente tener menos dinero: menos apego no significa no tocar, sino tocar con elegancia y no apretuja; significa tocar con las manos abiertas, no amputarse las manos.

Yo he sido pobre la mayor parte de mi vida adulta (fui lavaplatos y ayudante de camarero y empleado de gasolinera durante la mayor parte de una década), hasta que mis libros empezaron a generar dinero (bastante avanzado el partido) y luego Treya me dejó unos pozos de petróleo y de gas en Texas, así que ahora no tengo que preocuparme demasiado por el dinero. Pero mis puntos de vista sobre este asunto no eran diferentes entonces y ahora: los dólares y el Dharma no solo no son incompatibles, sino que el intercambio monetario es una manifestación totalmente apropiada y funcional de lo Divino en la vida cotidiana, igual que la comida apropiada y la sexualidad apropiada.

Y en cuanto al punto de vista despectivo —vil metal—, les garantizo que, por razones estructurales, ese punto de vista está inextricablemente ligado a las posturas anticuerpo, antitierra, antiecológica, antisexo y antimujer: a todos los efectos, un solo paquete (surgieron históricamente a la vez y solo caerán a la vez: están unidas por estructuras ocultas de intercambio relacional).

Y solo llevaremos a rastras al Dharma, pataleando y gritando, al mundo moderno y posmoderno cuando se ataquen simultáneamente todas y cada una de estas posturas «anti» (dinero, comida, sexo, cuerpo, tierra, mujer): permanecerán o caerán a la vez.

Ya es hora de acabar con este Dharma rebajado; ya es hora de dejar de anunciar que el Dharma no tiene valor, de dejar de dar a entender que un buen practicante no tiene ni un duro ni tiene ni idea, de cesar este maltrato infantil espiritual. Es hora, más bien, de entrar en el ámbito manifestado del intercambio relacional apropiado y funcional —de dinero, comida, sexo, cuerpo, tierra— y encontrar, como dijo Plotino, que esta tierra y todos sus bienes devienen en un ser bendito, y santifica todos y cada uno de los acontecimientos tocándolos con gracia, no desinfectándolos con repugnancia.

Texto original en inglés: Ken Wilber, Rights Bucks (en la página web del autor).

[1] N. de la T.: Conocidos telepredicadores estadounidenses.

[2] N. de la T.: Conocido también como Osho.

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